Nuestro amigo hallábase muy lejos de todo impulso risueño. Atormentábale mucho la espantosa situación seminatural y semiforzada de su pobre amiga. Padecía con ella los tormentos de una desgraciada exaltación; su cerebro estaba agitado y su sangre circulaba con febril ardor.
Ella se había levantado y marchaba de un extremo a otro de la habitación.
-Repítome todos los motivos -exclamó- por los cuales no debía haberlo amado. Sé, además, que no es digno de ello. Aparto mi ánimo dirigiéndolo ya a una cosa, ya a otra; trabajo cuanto me es posible. A veces aprendo un papel aun cuando no tenga que representarlo; me ejercito en los antiguos que conozco con todo detalle; cada vez con mayor diligencia, estudio cada particularidad y ensayo, ensayo... Amigo mío, confidente mío, qué trabajo espantoso es el de arrancarse violentamente de sí misma. Sufre mi razón, está tenso mi cerebro; para librarme de la locura, vuelvo a abandonarme al sentimiento de que lo amo... Sí, lo amo, lo amo -exclamó entre mil lágrimas-, lo amo y quiero morir así.
Cogióla él de una mano y le rogó, con la mayor insistencia, que no se aniquilara de aquel modo.
-¡Oh -dijo él-, que extraño es que le sea negado al hombre no sólo lo imposible, sino también lo posible! Usted no estaba destinada a encontrar un fiel corazón que hubiera hecho toda su felicidad. Yo, en cambio, estaba destinado a anudar toda la dicha de mi vida a una desgraciada a quien hice hincarse a tierra, y acaso romperse como una caña, con el peso de mi fidelidad.
Habíale confiado a Aurelia sus relaciones con Mariana, y podía, por tanto, referirse entonces a ella. La otra le miró fijamente a los ojos y le preguntó:
-¿Puede usted decir que todavía no ha engañado nunca a una mujer, que todavía no ha tratado de conseguir sus favores con frívola galantería, con criminales promesas y juramentos seductores?
-Puedo hacerlo -repuso Wilhelm-, y, a la verdad, sin alabarme de ello, pues mi vida fue muy sencilla y rara vez caí en la tentación de ser tentador. Y ¡qué advertencia no es para mí, hermosa y noble amiga, la triste situación en que la veo sumida! Reciba usted un juramento mío, en todo acomodado en mi corazón, que se expresa en palabras por la emoción que usted me infunde y que es santificado por este momento: quiero resistirme a todo afecto pasajero y hasta los más serios permanecerán encerrados en mi corazón: ninguna criatura femenina recibirá de mis labios una declaración de amor si no puedo consagrarle mi vida entera.
Ella lo miró con fiera indiferencia, y alejóse de él algunos pasos cuando le tendía su mano.
-Eso no vale nada -exclamó Aurelia-; unas lágrimas de mujer más o menos no aumentarán los males. Sin embargo -prosiguió-, una única mujer salvada entre mil es ya alguna cosa; hallar un solo hombre honrado entre miles no es cosa desdeñable. ¿Sabe usted lo que promete?
-Lo sé -repuso Wilhelm sonriéndose y le tendió la mano.
-Lo acepto -repuso ella; e hizo un movimiento con la diestra en forma que él creyó que quería cogerle la mano. Pero rápidamente la llevó ella al bolsillo, sacó el puñal con la velocidad del rayo y le cruzó rápidamente la palma con la punta y el filo. Retiróla él al instante, pero ya corría la sangre.
-A los hombres hay que señalarlos profundamente para que no olvidéis las cosas -exclamó ella con salvaje alegría, que al punto se convirtió en atropellada diligencia. Sacó su pañuelo para detener la primera sangre.
-Perdone usted a una medio loca -exclamó- y no le duela perder esas gotas de sangre. Estoy aplacada, he vuelto en mí misma. De rodillas quiero pedirle que me deje el consuelo de curarle.
Corrió hacia su armario, trajo vendas y algunos utensilios, retuvo la sangre y reconoció la herida cuidadosamente. El corte iba desde la base del pulgar, cortaba la línea de la vida y se extendía hasta el dedo meñique. Vendóle silenciosamente, con meditabunda solemnidad.
Preguntóle él algunas veces:
-Pero, querida, ¿cómo pudo usted herir a su amigo?
-¡Silencio!, ¡silencio! -respondióle ella, poniéndose un dedo en los labios.
-Pero, querida, ¿cómo pudo usted herir a su amigo?
-¡Silencio!, ¡silencio! -respondióle ella, poniéndose un dedo en los labios.
Los años de aprendizaje de Wilhelm Meister, J. W. GOETHE.
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"Matamos lo que amamos, lo demás nunca ha existido"
Rosario Castellanos.
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